Osho, el controvertido líder espiritual que occidentalizó preceptos del hinduismo, dejó en funcionamiento, luego de su muerte, un enorme resort. Hoy, viajeros y aspirantes espirituales se someten allí a tratamientos para transitar “una experiencia transformadora”. Una periodista visitó ese centro que, en la India, recibe 200 mil personas al año. En esta nota, su relato
PUNE, India.– Hay una esquina que separa un mundo de un país. Está en la entrada de Koregaon Park, un barrio verde y coqueto que en una época fue el desahogo de los ingleses y ahora es de la tribu de las túnicas color granate: indumentaria de rigor para moverse en el Resort de Meditación de Osho, 400 metros adelante. Al ingresar en el barrio más residencial de la ciudad de Pune, la mayoría de los viajeros se detiene en la panadería alemana. La esquina se parece poco a la India. Junto al cartel de German Bakery está la prueba de fuego. Veinteañeros austríacos, israelíes rastafaris, holandeses canosos, lánguidas suecas, artistas italianos, muñecas del este europeo, japonesas, rusos treintañeros, indios de todas las edades, latinoamericanos pocos. Las túnicas se amontonan en las mesas de madera, sobre la calle principal. Los ciudadanos del mundo se abrazan largo y fuerte, como quien se reencuentra tras la eternidad; se clavan los ojos un segundo de más. Algunos llevan guirnaldas de caléndulas al cuello. Caminan con la sonrisa elevada, los pómulos esponjosos de relax. Tres cuadras más adelante está la clave: el resort de donde van y vienen, el centro de meditación más grande del mundo, fundado por Osho.
Al llegar a la panadería alemana, algunos se entusiasman; otros dicen “esto no es para mí”, vuelven a la estación de tren y sacan un boleto a la playa. ¿El efecto de ver a todos vestidos igual? Da cosquilleo, gana la curiosidad y acelera el paso.
El paraíso de la relajación
Para quedarse más de una hora hay que hacerse un análisis de sida, llegar antes de las 9 de la mañana y vestir túnica bordó. El predio es monumental: 16 hectáreas de oasis tropical con arquitectura de ciencia ficción, en tres manzanas amuralladas de vegetación. Las veredas con ligustros acentúan la serenidad y los carteles prohíben una de las torturas indias: la bocina.
La “mañana de bienvenida” es el día más caro. Cuesta 1150 rupias (25 dólares), mientras que en los siguientes el pase cotiza a 300 rupias (6,5 dólares). El debut arranca en el hall de entrada, donde voluntarios ofician de anfitriones entre espejos de agua, computadoras y decks de madera. En cinco minutos, mis manos no dan abasto. Tengo un manojo de papeles para completar en una y mi trago de bienvenida en la otra, un vasito de chai, té negro con leche, jengibre, canela y pimienta que se bebe las 24 horas en la India. En uno de los formularios debo firmar: “Entiendo que ésta es una experiencia de transformación”.
Me indican que entre en un cuarto donde un indio menudo de delantal blanco me pincha el dedo. Otro voluntario diseña mi carnet y una cámara digital me retrata. Si en cinco minutos me entregan el “pase de meditación”, es que el test de sida dio negativo. El tiempo se hace chicle, voy a la caja y pegan mi sticker del día en el carnet. Aquí no se manejan billetes: las rupias se canjean por cartoncitos con casilleros. A medida que se gasta, el vendedor tacha. No se aceptan dólares, ni tarjetas ni cheques de viajero, pero se cambian en una agencia del resort. Me hacen señas de que me ponga una túnica. “Cuando la gente se viste toda del mismo color, se canaliza mejor la energía y se crea una atmósfera más intensa”, explica el folleto de bienvenida. Tengo dos robes, prestadas por la hermana de una amiga que estuvo acá. Los peregrinos regatean la vestimenta en la esquina, donde se armó un mercado callejero de bienes oshísticos. También se consiguen en el resort a precios inflamados, en una boutique que huele a shopping de crucero. Existen distintos modelos: suelta, ajustada, con o sin escote, sexy, de raso, con corset o ribeteada. Aunque vistan casi todos igual, hay un look del avezado, que incluye portabotella de agua bordó, portacarnet al tono, pashmina de shantung uva, canguro de plush o traje de baño morado, imprescindible para sumergirse en la pileta olímpica a la que no le faltan ni cascada ni vegetación ni reposeras. Este spa cinco estrellas está diseñado para disolver el estrés urbano y aprender a relajarse. Desde las 6 de la mañana hasta el anochecer hay una oferta próspera de meditaciones, masajes, talleres, clases de origami o tiro al arco o partidos de zenis (un tenis zen). Pero, como decía Osho, no hay como el esfuerzo sin esfuerzo para alcanzar la meditación: uno puede entrar en el resort y dormir la siesta en el tatami, contemplar la humanidad en el tour de conocerse a sí misma. Por las noches, las actividades eximen de túnica y pasan por bailar a la luz de la luna o cenar con velas.
Atrás quedaron las quejas de los vecinos por lo que sucedía puertas adentro. Eso, comentan, era cuando Osho vivía. Hoy el resort ofrece dulces sueños en habitaciones minimalistas de revista de decoración, para bolsillos distendidos. Pero la mayoría de los seguidores duerme afuera, en departamentos u hoteles más modestos.
El sexo sagrado
Osho no murió. Abandonó el cuerpo en 1990. “Nunca nació, nunca falleció. Visitó este planeta entre el 11 de diciembre de 1931 y el 19 de enero de 1990”, dice el epitafio que él dictó para la placa que ahora etiqueta las cenizas. Su muerte generó tanta leyenda como su vida. Hay quienes dicen que partió con HIV, otros que lo envenenaron los servicios de inteligencia norteamericanos y el certificado de defunción, que tuvo un paro cardíaco.
Nacido en Kuchwada, una aldea de la India central, fue el mayor de once hermanos en una familia de comerciantes jainíes, religión del 1% del país que se centra en la “no violencia” y en el respeto extremo a la naturaleza. Los astrólogos anunciaron que Mohan Chandra Rajneesh, como lo llamaron, vería el rostro de la muerte cada siete años y se fundiría con ella a los 21. Osho decía que a raíz de eso había sido educado sin condicionamientos. De adolescente meditaba con tal fruición que los padres se preocuparon. Pasó una noche de marzo de 1953 debajo de un árbol. Tenía 21 y estudiaba filosofía. Al amanecer sintió que alcanzaba la iluminación: el pico de la conciencia. “A partir de ese momento –sentenció– mi biografía terminó y empezó una vida sin ego, en unión con la existencia.”
Osho se graduó con honores en 1956. Mientras enseñaba en la Universidad de Jabalpur, hacía lecturas públicas y argumentaba sobre temas sensibles: Gandhi, el socialismo, el hinduismo ortodoxo. Las charlas al aire libre en las ciudades atraían a multitudes.
Hacia fines de los sesenta empezó a hablar de lo que lo hizo famoso. Su libro más vendido, Del sexo a la superconciencia, se basa en charlas dadas en 1968. “Nada de reprimir o avergonzarse de la energía sexual”, predicaba. En su casa de Bombay, con voz hipnótica, revelaba que el sexo era sagrado y debía vivirse con amor y gratitud para poder trascenderlo. “El momento del orgasmo es una llave hacia la meditación. Y quien se asoma una vez a esa gloria puede trabajar a partir de la meditación para alcanzar el éxtasis”, teorizaba. Las familias prósperas de Bombay y los occidentales ávidos de conocerse a sí mismos lo seguían. El maestro recibía en campamentos de meditación de diez días y llamaba a sus discípulos sannyasins, palabra que significa renunciar a lo material para alcanzar la liberación. Pero en la filosofía de Osho, el recorrido era distinto: “No hay que renunciar al mundo material, sino a nuestros condicionamientos y a los sistemas de creencias impuestos generación tras generación”, aclaraba, mientras experimentaba técnicas que mezclaban la sabiduría y el misticismo oriental con la ciencia de Occidente.
Pasen y mediten
Empezaron a llamarlo Bhagwan Shree Rajneesh (el Maestro Bendito) y en 1974 fundó en Pune, India, un ashram, comunidad para aprender acerca de la espiritualidad. Ofrecía terapias que exploraban el tantra, la gestalt, la bioenergética, combinadas con meditaciones activas, como las que ahora se despliegan, más sofisticadas, en la Multiversidad Osho: el centro de formación y estudio del resort. Finalmente, quiso llamarse Osho, derivado de “oceánico”. El ashram de la India pasó a ser la Comuna Internacional de Osho.
Tras su muerte, decían, su filosofía tenía los días contados. “Los visitantes se incrementaron en un 300% desde que él dejó el cuerpo”, me cuenta Risha, una joven india, de anteojos gruesos, que se convirtió en voluntaria y es una de las encargadas del centro multimedia: una oficina que parece una postal animada de Benetton. Risha participa del programa de residencia y cambia trabajo por alojamiento, cursos y meditaciones, durante varios meses.
Sólo los empleados nativos reciben un salario, a cambio de barrer las hojas, limpiar los baños o custodiar.
Ningún viajero bebe agua de la canilla en la India, pero aquí todos cargan, sin recaudos, su botella en enormes piletas con grifos. La comida es deliciosa: curries picantes, yogur casero, puddings de frutas exóticas. El hombre que coleccionó 93 Rolls-Royce decía: “Primero soy un Zorba y luego soy un Buda. Si tuviera que escoger entre los dos, escogería a Zorba, porque él puede siempre convertirse en un Buda, pero el Buda se queda encerrado en su propia santidad. No puede ir a una discoteca y convertirse en un Zorba. No hay nada más grande ni más precioso que la libertad”.
Con sus mármoles y pirámides azulejadas de negro, el resort parece una maqueta futurista en un país donde millones de personas –el 26% de la población– viven con menos de un dólar por día. Carece de las hordas de cuerpos huesudos e incompletos que pululan en las grandes ciudades indias. Fuera del paraíso Osho, me siento ridícula cuando le doy un paquete de galletitas a un señor de rodillas, que en lugar de manos tiene muñones, sonríe sin dientes y agita los codos para pedir que le abra el plástico.
Al día siguiente, en un tren a la playa de Gokarna, una española, Marta, nos mira. Pregunta qué tal la experiencia. Ella también iba a ir. Llegó a la esquina de la Panadería Alemana y se arrepintió. No sabe bien por qué, pero va directo a la playa.
Record de ventas
Aunque él nunca escribió una palabra, los libros de Osho fueron traducidos a más de 50 lenguas y están en manos de las grandes editoriales mundiales. El contenido se basa en los discursos que pronunció, reunidos en más de 650 volúmenes. La venta mundial de libros pasó de 127.000 ejemplares en 1990 a 3 millones anuales en la actualidad, sin campañas de promoción (en la Argentina, Grijalbo publicará en, marzo de 2005, “El equilibrio cuerpo-mente”). Todos los libros incluyen una página que invita a visitar el resort de meditación. Desde que Osho murió, en 1990, el número de visitantes creció un 300%. Mientras vivía, el 14% de los participantes era de la India. Hoy sus compatriotas representan el 52% del ingreso (y abonan una tarifa más económica). En 2003 fueron más de 200.000 turistas los que pasaron por allí, lo que lo convirtió en uno de los pocos sitios de la India que se salvó de la caída del turismo en los últimos años. El 52% de los visitantes son mujeres y el 48%, varones. Llega gente de toda edad, pero el promedio es de 37 años. El sitio web www.osho.com recibe más de 5 millones de visitas anuales. Está disponible en 13 idiomas. En breve, su archivo on line permitirá acceder a 9000 horas de audio y a los textos de sus libros agotados.
El hombre deportado
Todo empezó a raíz de un dolor de espalda. Los médicos aconsejaron a Osho, entonces llamado Bhagwan Shree Rajneesh, que se tratara en Estados Unidos. Allá fue. En 1981 sus discípulos compraron un rancho de 64.000 acres en Oregon y lo invitaron a instalarse. Tomó forma un laboratorio de vida en comunidad y bautizaron la ciudad como Rajneeshpuram. Más de 5000 seguidores sembraban verduras en el desierto, compartían lo que ganaban y criaban a sus hijos colectivamente. Empezaron los roces con los vecinos. Hubo grandes debates acerca de la transformación de la región. La vida en la comuna, cuentan los periodistas que la visitaron, se volvió tensa y más necesitada de reglas. Eran los tiempos de Ronald Reagan y desde los políticos locales hasta los federales empezaron a investigarlos. El problema no era que el “antigurú” coleccionara más de 90 Rolls-Royce, sino el hallazgo de un ejército propio, armado hasta la médula, la aparición de muertes extrañas, el misterioso plan para controlar y crear un nuevo status político en la ciudad. Aunque algunas acusaciones nunca fueron probadas, las autoridades norteamericanas le rechazaron la residencia. En 1985, Osho fue encarcelado y deportado por transgredir las leyes migratorias.
Polémico
“¿Es Osho un filósofo para modelos? –pregunta el filósofo argentino Alejandro Rozitchner en su página web–. No, es un pensador para todo el que lo sienta interesante.” Lo concreto es que en la Argentina se comercializan más de 90 de sus títulos y lo leen con fruición figuras de la moda y del espectáculo. Alfredo Silletta, estudioso de las sectas, suele decir que lo único que salva a Osho de ser considerado un líder sectario es lo mucho que aparece últimamente en los medios.
Revista del Diario La Nación (12/12/04)
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