2 jul 2012

JULIO IGLESIAS se confiesa


La edad depende de cómo me levante, hay días que con 150 años, otros con 30. Estoy casado con Miranda, tengo ocho hijos y dos nietos. Los políticos tienen buenas intenciones, pero los compromisos a los que se someten cambian sus promesas. Creo en un universo de conciencia

Feliz y cercano, le gusta bromear con las cosas serias de la vida. Lo hace desde la terraza del Kempinski, en Praga. Más de 500 conciertos y 2.600 discos de platino y oro no le impiden aferrarse a lo bueno: "Los premios son literatura. Lo que estimula mi vida es organizarme las giras a mi gusto. Ser libre". Sus cinco hijos pequeños le acompañan, están escolarizados en casa. "Hoy tengo una vida familiar fuerte y bella". Cada treinta segundos suena una canción suya en cualquier rincón del planeta. "Lo bueno del éxito -dice- es tenerlo, y lo malo, perderlo". Más allá de la leyenda le define la voluntad: "He controlado mi mente a través de mi cuerpo: disciplina".                                                                                                                       

Habrá otra vida?

¡Ojalá! A mí lo que me da mucha pena es que sea tan corta, así que procuro alargarla.

¿Y cómo lo hace?
A base de disciplina: me cuido. La gente que cumple años es la que se abandona.

Si pudiera, ¿qué errores corregiría?
Me aproveché poco de mis padres, tenía que haber sido más generoso con ellos. De jóvenes somos despiadados: llamadas cortas, espaciadas, poca comunicación..., ahora ya es tarde.

¿Qué ha sido lo importante?
Mi gran compromiso arranca cuando tuve el accidente de coche, a los 20 años. Cuando uno comienza a volar, me pasé un año postrado y tres de recuperación. Tuve una paraplejia absoluta, estuve sometido a sondaje durante cuatro o cinco meses en una época en la que los tubos eran casi de cobre.

¿Qué recuerda?
Estaba boca abajo, no podía hablar, así que preguntaba a mis padres a través de los ojos si me iba a morir. Como sus ojos estaban llenos de angustia, pensaba que era el fin.

¿Qué aprendió?
Tuve que aprender de nuevo todos los movimientos, ser consciente de las órdenes que daba mi cerebro al dedo gordo del pie, así que aprendí a ejercitar la voluntad y la disciplina hasta el límite. Creo que eso es la vida.

¿Se levantó de esa cama siendo una persona nueva?
La vida se convirtió en un premio, ya no era gratis; y también la suerte llamó a mi puerta. Hay gente que nace para ajedrecista pero nunca se ha puesto ante un tablero.

¿Las circunstancias mandan?
Sí, a mí la vida me dio la posibilidad de ser un cantante malo, pero cantante. Un anestesista amigo de mi padre me regaló una vieja guitarra y me entretenía aprendiendo a tocar y componiendo canciones muy sencillas que cantaba a mis padres, a los que les parecían maravillosas, y yo me lo creía.

Eso tiene más delito.
Me fui a Londres a quitarme los complejos. Durante años estuve acomplejado, no me gustaba que me vieran caminando con dos bastones; y seguí tocando en los pubs como divertimento. Mi única preocupación entonces era recuperarme de la angustia.

Pues pasó de la angustia al éxito.
Nunca canté para triunfar, pero un día me escuché en la radio y me puse a buscar otras emisoras para ver si también sonaba.

Vanidad de vanidades.
El éxito es un regalo de la vida inmenso; hay gente que dice que le gustaría poder pasar desapercibida, pero al tercer día de anonimato ya no le gusta tanto la idea. A mí los focos me han dado muchas oportunidades. Ahora estoy aquí, sentado viendo las bellísimas torres de Praga, mañana en Budapest...

¿No es agotador?
Es agitador, hace que la sangre circule desde el corazón a cualquier parte de tu cuerpo a una velocidad diferente. Yo lo que quiero es que me dejen cantar hasta la muerte.

¿Qué ha sido lo difícil?
Andar, porque tengo afectado el equilibrio. Para poner el pie en la vida cada mañana debo pensar en no caerme. Y después convertirme primero en cantante y luego en artista. Y convencer a tanta gente.

¿Es falsa modestia?
Voluntad, perseverancia y disciplina me han traído hasta aquí, pero no lo escogí, nadie escoge nada en la vida.

¿Qué ha entendido del ser humano?
Todos lloramos igual, reímos igual, sentimos igual, nos morimos igual, pero por desgracia unos con muchos privilegios y otros sin ninguno. Nacer es lo más bello que existe y también lo más injusto.

Depende de dónde te toque, entiendo.
Tengo casi 70 años, he bebido vinos muy añejos y he tenido conversaciones muy largas, pero he sido muy dado a la superficialidad. Sobrevivir a tantas tonterías dichas tiene mucho mérito.

¿A qué teme?
A la muerte, y como no puedo comprar tiempo lo que hago es ganarlo con reflexiones más intensas, con miradas más generosas, sin juzgar nunca más, diciendo más síes que noes, sacudiéndome antiguos radicalismos, entendiendo más a los otros y comunicando más con menos.

Eso ha sido profundo.
Mi gran teoría es que uno nace sin destino pero con una circunstancia, lo que hagas de ella es cosa tuya; hay quien con lo mínimo llega al máximo, y quien con todos los recursos llega al mínimo.

¿Qué le ha decepcionado?
Nada, sería injusto que habiendo ganado batallas como la de volver a nacer estuviera decepcionado; pero hay millones que sí tienen derecho a estarlo y a protestar.

¿Qué hace por los demás?
He colaborado 21 años con Unicef, he recorrido campamentos de refugiados por medio mundo, en un coche, con aire acondicionado, viendo niños desnutridos, y he querido parar pero no ha podido ser. Luego, al cabo de cuatro días, empiezas a despreocuparte.

Me sorprende su sinceridad.
Si tuviéramos todos mayor conciencia, no nos gastaríamos el dinero en porquerías, sino en alimentar al que se muere de hambre.

¿Cómo se conquista a una mujer?
Aprendiendo de ella.

Pues ha aprendido usted un montón.
Yo no he estado con muchas mujeres, sino que he tenido muchos amores

FUENTE: La Contra - LA VANGUARDIA

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