Sea cual se a nuestro campo de actividad siempre nos vemos obligados a relacionarnos con otros seres humanos. No podemos escapar a ello. Y nuestras disposiciones hacia este tipo de relaciones son las que determinan nuestro éxito a largo plazo. Si nuestro coeficiente de Inteligencia Emocional es adecuado, sabremos identificar las emociones y actuar en consecuencia.
El comportamiento de los niños ilustra muy bien hasta qué punto resulta difícil distinguir los estados emocionales. La mayor parte del tiempo, un niño que llora no sabe muy bien si lo hace porque hace demasiado calor, porque tiene hambre, porque está triste, o tan sólo porque se siente cansado tras una larga jornada de juegos. Llora sin saber precisamente por qué, y no sabe qué hacer para sentirse mejor. En una situación tal, un adulto con una inteligencia emocional poco desarrollada se sentirá desbordado con facilidad, precisamente porque tampoco sabrá identificar la emoción del niño, ni responder a sus necesidades. Otras personas con una inteligencia emocional mayor sabrán qué hay que hacer para calmar a un niño sin mucha dificultad. Así es como lo acostumbra a describir Françoise Dolto, que, mediante un solo gesto o una sola palabra, sabía calmar a un niño que lloraba desde hacía días: era una virtuosa de la inteligencia emocional.
No es raro hallar una incapacidad de este tipo entre los adultos, que impide distinguir con claridad entre distintos estados emocionales. Así lo he constatado entre algunos internos de mi hospital en Estados Unidos. Estresados por jornadas de trabajo interminables, agotados por noches pasadas de guardia cada cuatro días, lo compensaban comiendo demasiado. Y el cuerpo les pasaba factura y decía: <<>>, pero ellos sólo escuchaban: <
En primer lugar, identificar el estado interior tal como es (la fatiga, no el hambre);
conocer su desarrollo (todo va bien e irá bien a lo largo del día mientras no se le exija demasiado al organismo; y sin duda irá mejor un poco después);
razonar sobre ello (no servirá absolutamente de nada comerse un pastel de crema helada de más, sino que, al contrario, representará una carga suplementaria para mi estómago y, además, me hará sentir culpable);
y finalmente manejar la situación de manera apropiada (aprender a dejar pasar la ola de cansancio, o realizar una pausa de “meditación”, o incluso una siesta de veinte minutos, para todo lo cual siempre se puede hallar el tiempo necesario y resulta más revitalizante que un enésimo café o media tableta de chocolate).
Todo esto puede parecer muy trivial, pero la situación resulta interesante precisamente porque es a la vez muy banal y muy difícil de controlar. La mayoría de los especialistas en nutrición y obesidad están de acuerdo en este punto: la mala regulación de las emociones es una de las causas principales del aumento de peso en una sociedad donde el estrés es omnipresente, y los alimentos se utilizan para responder a esa situación. Quienes han aprendido a regular el estrés no suelen padecer problemas de peso, porque son los mismos que han aprendido a escuchar su cuerpo, a reconocer sus emociones y a responder con inteligencia.
David Servan-Schreiber - Curación emocional
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