Ni los hongos, ni las bacterias, ni los gusanos, quieren una hamburguesa de McDonald. Mas información
La hamburguesa y las patatas que compró la fotógrafa Sally Davies el 10 de abril de 2010 en un McDonald's de Nueva York cumplen 1.762 días la mañana que la visito (1.775 hoy). "Voy a tener que dejársela a alguien en mi testamento para que la vigile, a no ser que la quiera el museo Smithsonian", dice entre risas en su apartamento en el Lower East Side de Manhattan, un barrio que ha cambiado más que el Happy Meal.
Los ingredientes del menú aparentan estar como el primer día (excepto un trozo de panecillo) pero están duros como piedra y huelen a plástico. "En abril, cumplirá cinco años y no muestra ninguna señal de descomposición. No me veo tirándola", subraya Davies, que empezó este proyecto como una broma a un amigo que se rió de ella por creerse la noticia sobre una profesora que hizo lo mismo. "Él decía que la hamburguesa se pondría mohosa enseguida y decidí comprobar por mi misma si se pudría", explica. Por eso Davies siguió los pasos de la maestra Karen Hanrahan que decidió educar a los padres para que alejasen a sus hijos de la fast food en 2008, mostrando la eternidad del plato. "Es comida química, sin nutrientes", decía la profesora.
Davies ya no toma instantáneas todos los días sino sólo una vez al mes, pero este proyecto se ha convertido en una especie de diario vital. "Mi vida ha cambiado desde esa hamburguesa. Antes no tenía una galería, ahora sí. Mi perro Charlie, que era parte del proyecto, murió en septiembre. Y la hamburguesa sigue aquí. Nos va a sobrevivir a todos, incluida a mi", dice mientras acaricia a Suki, una pequeña perra de 17 años a la que cocina productos orgánicos, en contraposición a los conservantes que aparenta tener el menú de la cadena americana.
La fotógrafa de 58 años recuerda como su perro perdió el interés por la hamburguesa en un par de días, cuando dejó de oler a algo. "Una de las mejores cosas de este proyecto es la cantidad de gente que contactó conmigo y que empezó a hacer algo parecido", explica Sally.
La artista, nacida en Winnipeg (Canadá), se mudó a Nueva York en 1983 con dos maletas, 800 dólares en el bolsillo y el nombre del conocido de un amigo en una caja de cerillas. "Mi vida es un gran accidente", reflexiona Davies, rodeada de sus trabajos como pintora; una etapa que aparcó hace tiempo para centrarse en la fotografía. Su última exhibición sobre su barrio se puede ver en la Galería Bernarducci Meisel, a unos pasos de Central Park. En junio, expondrá una nueva colección.
Aparte de vigilar el menú, Davies se dedica a salir a la calle a buscar personajes e historias interesantes al sur de la calle 14. Una especie de frontera invisible en Manhattan, que muchos neoyorquinos no cruzan. "No sé porque estoy aquí. Siempre quiero mudarme", subraya. Una vez cumplidos los 50, dice, la vida es "un chollo", con o sin hamburguesa. Aunque Davies está convencida de que durará hasta que se muera.
De la mesa al museo nacional
Cinco años y nueve meses atrás. A Hojörtur Smáranson, un joven islandés aficionado a la comida rápida, se le ocurre hacer un experimento. Ya que el McDonald's de la capital, Reikiavik, iba a cerrar definitivamente en unas horas (31 de octubre de 2009), el chico se compra una. Pero, en vez de comérsela, decide guardarla bajo una campana de cristal, de las que se usan para conservar los quesos. De tanto verla, termina aburriéndose y la mete, con sus patatas, en una bolsa de nylon, dejándola olvidada en un rincón durante tres años. Y cuando de nuevo la encuentra -recién mudado de casa- ve con sorpresa que el menú no ha cambiado. Comprobó que las patatas no estaban tan mal, "algunas sabían a viejo, nada más", pero la carne ni la tocó. El caso es que la hamburguesa, en teoría, de carne y queso, estaba intacta, incorrupta. ¿De qué esta hecha?, se preguntó Smáranson. "Utilizamos carne 100% de vacuno, exclusivamente piezas enteras del músculo", explica McDonald's. Y en ausencia de humedad. Sin ella, concluye la cadena alimentaria, "las bacterias y mohos, principales causantes del deterioro de los alimentos, no crecen". En vista de lo extraño que le pareció a Hjörtur que su hamburguesa siguiera con un aspecto inmejorable, le propuso al museo nacional de la ciudad que la acogiera como una pieza de arqueología alimentaria en su vitrinas. El museo aceptó, pero al final no llegó a exhibirse. «Si empezamos a mostrar comida, la situación podría salirse de control», justificó el museo. Y la devolvieron a su dueño. No dispuesto a que su reliquia terminase en la basura, Smárason le buscó acomodo en el Bus Hostel de la capital, dentro de una urna transparente. «Sólo se podrá ver, pero no tocar, para no alterar sus mágicos y potentes conservantes», dijo a la prensa local la directora del establecimiento, Adalheidur Yr Gestsdottir.
http://www.elmundo.es/cronica/2015/02/16/54de5e5e268e3e55538b456f.html
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