La mente humana, conforme ha venido expandiéndose a
lo largo de la evolución, ha proyectado una imagen distinta de dios. Una
imagen que ha cambiado de forma y atributos, en la misma medida que, a su vez,
cambiaba la mente que la imaginaba y sentía. Durante milenios, la idea de dios
ha tratado de configurar un Principio de Orden Superior que, al parecer,
los seres humanos en cualquier cultura y tiempo, siempre reverenciaron como
existencia absoluta.
En un principio, se vio a dios en el trueno y el relámpago, en el volcán y el
terremoto. Se trataba de un dios temible, tan insospechado como brutal. Un ente
enfurecido al que se ofrecían frutos y sacrificios para tratar de aplacar su
terrible enfado.
Pasó el tiempo, y ese dios empezó a resultar pequeño, la mente
se abrió y el ser humano proyectó su idea acerca de lo supremo en un dios más
universal: El Sol. Una divinidad radiante a la que saludaría todas las mañanas
y despediría todas las noches pidiendo luz, calor y vida.
El tiempo fue pasando
y la mente del hombre siguió abriéndose, con lo que el viejo dios solar volvió
a quedarse pequeño. De pronto, el ser humano dio un nuevo salto y proyectó un
dios bajo la imagen antropomórfica y heroica de sí mismo. Un dios que galopa en
su caballo dorado y se aparece grandioso en los sueños de los visionarios. Un
dios que señala el camino de la guerra y de la caza. Una nueva apertura
acontece a la mente de la humanidad.
En pleno desarrollo de la Era Patriarcal, el ser
humano proyecta un Dios-Padre que habita en los cielos, que te ve sin
ser visto y que tiene el poder de premiar y castigar, como lo haría un superpadre
o un supra-rey. Un nuevo dios que, a la imagen de cualquier monarca de la
época, exige adoración a su nombre, marca las reglas del juego y nombra a
súbditos sacerdotales para intermediar su acción. Un ente tan benévolo como
justiciero y tan castigador como fuente de misericordia.
El tiempo pasa y una nueva apertura acontece en la
conciencia de la humanidad. El Dios trascendente que está en alejados
cielos, poco a poco se convierte en el Dios inmanente que entra en el
corazón del hombre. Un Dios que ya no necesita de intermediarios sacerdotales.
Su ley es silenciosa e íntima, personal e individualizada. Ya no hay códigos
oficiales y cada ser humano tiene su particular relación con Él. Y si en
tiempos pasados la oración repetitiva era su rito de conexión, ahora es la
meditación y la consciencia la que lo revela. En este contexto, la mente del
ser humano sigue abriéndose y Lo Profundo comienza a emerger, haciéndonos saber
que nadie precisa de la salvación porque somos plenamente inocentes y
evolucionamos hacia la lucidez supramental.
La nueva proyección de lo divino es
el sí mismo. Dios deja ya de ser un ente personal y se convierte
en un estado de conciencia transpersonal al que uno se dirige, paso a
paso, a lo largo de la evolución.
Tras
la hegemonía de las ideologías y de las proyecciones del Espíritu, brota la conciencia
testigo, el “darse cuenta”, la observación neutra y desapegada que
relativiza todo lo pensable.
Un vacío ecuánime como esencia de todo. Uno ya no
está en el Universo, de pronto es el Universo el que está dentro de la propias
profundidades de la mente.
Tras un largo proceso de diferenciación, todo
deviene integrado en una unidad supraconsciente. Uno realiza que no existe luz
y oscuridad, sino que en realidad, es tan sólo su mente la que percibe Luz y
ausencia de Luz.
La dualidad mental se trasciende hacia una nueva identidad
esencial e inefable, El Ser se recrea como Océano de Conciencia e Infinitud.
Y así como la Luz es tiempo cero y ocupa todos los espacios, de
la misma forma, la verdadera naturaleza de la mente es omnipresente,
ocupa la totalidad y un presente infinito. De pronto, uno ES.
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