"Solo encontraras a Dios, sino tratas de poseerlo"
Todas las cosas tienen su otro lado. Y captar el otro lado de las cosas es darse cuenta de que lo visible es parte de lo invisible: eso es lo que hace la mística. ¿Qué es mística? Mística viene de misterio. Misterio no es el límite del conocimiento. Es lo ilimitado del conocimiento. Conocer más y más, entrar en comunión cada vez más profunda con la realidad que nos envuelve, ir más allá de cualquier horizonte y hacer la experiencia del misterio. Todo es misterio: las cosas, cada persona, su corazón… el universo entero.
El misterio no se presenta como aterrador, como un abismo sin fondo. Irrumpe como voz que invita a escuchar más y más el mensaje que viene de todas partes, como un llamado seductor a moverse más y más en la dirección del corazón de cada cosa. El misterio nos tiene siempre admirados y fascinados, sorprendidos y hasta exultantes.
¿Qué hay más misterioso que la persona amada? ¿Qué hay más profundo que el mirar inocente de un recién nacido? ¿Qué hay más majestuoso que el cielo estrellado en las noches oscuras de invierno?
Mística significa entonces la capacidad de conmoverse ante el misterio de todas las cosas. No es pensar las cosas, sino sentir las cosas tan profundamente, que llegamos a percibir el misterio fascinante que las habita.
Pero la mística revela la profundidad de su significación, cuando captamos el hilo misterioso que las une y reúne, liga y religa todas las cosas haciendo que sean un Todo ordenado y dinámico.
Es la Fuente originaria de la cual todo procede y que los cosmólogos llaman con el infeliz nombre de «vacío cuántico».
Las religiones osaron llamar Dios a esta realidad frontal. No importan sus mil nombres: Yavé, Padre, Tao, Bhraman… Lo que importa es sentir su atención y celebrar su presencia.
Mística no es por tanto pensar «sobre» Dios, sino sentir a Dios con todo el ser. Mística no es hablar «sobre» Dios, sino hablar a Dios y entrar en comunión con Dios. Cuando rezamos, hablamos con Dios. Cuando meditamos, Dios habla con nosotros. Vivir esta dimensión en lo cotidiano es cultivar la mística.
Al traducir esa experiencia incomunicable, elaboramos doctrinas, inventamos ritos, prescribimos actitudes éticas. Nacen entonces las muchas religiones. Detrás de ellas y de sus fundamentos se da siempre la misma experiencia mística, el punto común de todas las religiones. Todas ellas se refieren a ese misterio inefable que no puede ser expresado adecuadamente por ninguna palabra que esté en los diccionarios humanos.
Cada religión posee su identidad y su forma propia de decir y celebrar la experiencia mística. Pero como Dios no cabe en ninguna cabeza, ya que es mayor que todas ellas, siempre podemos añadir algo a fin de captarlo mejor y traducirlo para la comunicación humana. Por eso, las religiones no pueden ser dogmáticas ni sistemas cerrados. Cuando eso ocurre, surge el fundamentalismo, enfermedad frecuente de las religiones, tanto en el cristianismo como en el islamismo.
La mística nos permite vivir lo que escribió el poeta inglés William Blake «ver un mundo en un grano de arena, un cielo estrellado en una flor silvestre, tener el infinito en la palma de su mano y la eternidad en una hora». He ahí la gloria: sumergirse en aquella Energía bienhechora que nos llena de sentido y alegría.
Pero la mística revela la profundidad de su significación, cuando captamos el hilo misterioso que las une y reúne, liga y religa todas las cosas haciendo que sean un Todo ordenado y dinámico.
Es la Fuente originaria de la cual todo procede y que los cosmólogos llaman con el infeliz nombre de «vacío cuántico».
Las religiones osaron llamar Dios a esta realidad frontal. No importan sus mil nombres: Yavé, Padre, Tao, Bhraman… Lo que importa es sentir su atención y celebrar su presencia.
Mística no es por tanto pensar «sobre» Dios, sino sentir a Dios con todo el ser. Mística no es hablar «sobre» Dios, sino hablar a Dios y entrar en comunión con Dios. Cuando rezamos, hablamos con Dios. Cuando meditamos, Dios habla con nosotros. Vivir esta dimensión en lo cotidiano es cultivar la mística.
Al traducir esa experiencia incomunicable, elaboramos doctrinas, inventamos ritos, prescribimos actitudes éticas. Nacen entonces las muchas religiones. Detrás de ellas y de sus fundamentos se da siempre la misma experiencia mística, el punto común de todas las religiones. Todas ellas se refieren a ese misterio inefable que no puede ser expresado adecuadamente por ninguna palabra que esté en los diccionarios humanos.
Cada religión posee su identidad y su forma propia de decir y celebrar la experiencia mística. Pero como Dios no cabe en ninguna cabeza, ya que es mayor que todas ellas, siempre podemos añadir algo a fin de captarlo mejor y traducirlo para la comunicación humana. Por eso, las religiones no pueden ser dogmáticas ni sistemas cerrados. Cuando eso ocurre, surge el fundamentalismo, enfermedad frecuente de las religiones, tanto en el cristianismo como en el islamismo.
La mística nos permite vivir lo que escribió el poeta inglés William Blake «ver un mundo en un grano de arena, un cielo estrellado en una flor silvestre, tener el infinito en la palma de su mano y la eternidad en una hora». He ahí la gloria: sumergirse en aquella Energía bienhechora que nos llena de sentido y alegría.
El primer mandamiento no es amar, sino ser, ya que no se puede dar lo que no se tiene.
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